EL APRENDIZ DE GURÚ

El rito del cortejo atraviesa sus peores momentos. Ya el hombre no logra seducir a una mujer con su solvencia económica, pues ella gana su propio dinero; mucho menos con su intelecto, que ella ha logrado superar; tampoco con su experiencia sexual, en lo que están parejos, ni con su seguridad en sí mismo, pues tanta autosuficiencia ha convertido a la mujer en el ser más intimidante que pueda haber. Hoy día, y la cosa va de mal en peor, el amor solo depende del corazón.

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Ante la muerte de un ser querido, sentimos la imperiosa necesidad de rebelarnos de manera extrema ante cualquier situación que —aunque sea en apariencia— contravenga nuestro estado de ánimo, o cualquier determinación al respecto, así sea imprudente. De esta manera, logramos dos cosas: primero, recuperar por ese instante la autoestima que hemos perdido, producto de una vida azarosa; segundo, crear la fortaleza suficiente para soportar la pérdida.

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Cada día trae consigo la sensación de una gran pérdida: del empleo, de los sueños por los que vivimos, de las utopías que nos hacen avanzar, de los paradigmas que nos mantienen enteros. Una maldita tensión de la que podríamos librarnos para siempre, si no fuera por esa arrogancia que nos hace creer —¡imbéciles!— que está en nuestra manos controlar todo cuando conspira contra nuestro sosiego. 

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La ley o la anarquía: son los extremos a que debe acogerse el hombre honesto. Puesta a prueba su integridad en un terreno donde los débiles han de sufrir la embestida de su moral radical, revelará su naturaleza mediocre y corrupta si ante el mismo mal no es igual de inmisericorde cuando se trate de sujetos que encarnan el poder.

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La decadencia moral, la falta de credibilidad en las instituciones y la pobreza degradan a los ciudadanos a un estatus de «desechables sin nada que perder», una invitación tentadora a la rebelión, como única alternativa de supervivencia, y, en muchos casos, a la anarquía, sin más aspiración que la de tomar el control sobre la muerte inevitable.

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Lo que hace a un anarquista tan peligroso no son sus acciones contra el sistema: es la conciencia de la libertad que posee, la que suscita en él un gran estado de relajación del que emanan todos los actos creativos, y sin los cuales sería un simple ciudadano, zarandeado por el miedo y las normas de urbanidad.

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Solo en el desconcierto y en nuestra incapacidad para comprender podemos encontrar el origen de la intolerancia. El asesinato, el grado máximo de la violencia, la manifestación extrema de la intolerancia, arraiga en lo indescifrables que nos resultan esos grandes desconocidos que son los demás, y en el misterio velado —¡y aterrador¡— que somos nosotros mismos.     

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En el ejercicio del poder, no importa el tipo que sea, existe un cierto grado de corrupción y perversidad con el que es necesario contar. En una sociedad sin valores, es condición, y una garantía para quienes están detrás de tal degradación, haber demostrado que se es lo suficiente mísero para merecerlo. 

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Si nos entregáramos a la búsqueda de la verdad con la misma pasión con que los arrogantes y los egocéntricos se consagran al desprecio hacia los demás —con su disciplina psicópata, con su rigor en el aniquilamiento—, todos los misterios del mundo se nos desvelarían hasta en los argumentos de un idiota.

Facundo Cabral me dejó esta certeza: cuando una persona de buena voluntad se despide de nosotros, nada útil se va con ella. Su mensaje de convivencia permanece entre la gente eternamente. Y si existe alguna duda es esta: según el orden de llegada, ¿quién será el próximo o la próxima profeta que pasará al frente?

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La cultura sigue cobrando vidas. Despojados para siempre de nuestros instintos naturales, estamos vulnerables ante la violencia de la «civilización». Y lejos de reaccionar acorde con la naturaleza de nuestra especie, incurrimos en consideraciones morales que nos causan la muerte o, en el mejor de los casos, nos hacen más desgraciados.

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La mentira es tan esencial en nuestras relaciones, que la verdad ha quedado solo para aquellas personas que no nos interesan lo más mínimo, o que despreciamos tanto que el efecto devastador que causa en ellas no supone un riesgo para nosotros, sino el resultado de nuestro más firme propósito.

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La ortografía es la moral de la gramática.

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Con frecuencia, la suerte de un empleado público no depende de su eficiencia laboral, sino del estado de ánimo de su jefe. En ese sentido, debe más su salario a la esposa del funcionario, que a sus años de preparación y experiencia.

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Si gracias a la fe en sí mismos los gobernantes han logrado corromperlo todo y matar de mil maneras, ha de ser la aspiración más elevada de todo buen ciudadano gestar una fuerza generadora de un cambio radical, es decir, lo suficientemente pesimista como para salvar al mundo.

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Los fanfarrones prefieren la anécdota  extravagante al conocimiento profundo de las cosas. Su vocación de exhibicionistas les impide cualquier aprendizaje que trascienda lo superficial. De esta manera, donde un ser agudo observa el misterio de la lluvia, el fanfarrón presumirá con jactancia la historia del paraguas.  

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De la calidad de los opositores depende el éxito de un buen gobierno. Con su crítica despiadada ellos muestran a los gobernantes los excesos y deficiencias que sus colaboradores generan con su mediocridad, y que impiden identificar y corregir con su lisonja.

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Estúpidos al fin, siempre tendremos a nuestro favor la ignorancia. Como invertimos en destruirnos la energía, el tiempo y los recursos que podríamos emplear en lograr ser felices, no tenemos que rompernos la cabeza tratando de decidir qué hacer con tanta plenitud.

La amistad está tan reñida con los gestos, aun sean estos naturales, que uno debiera sentirse la peor persona del mundo si un amigo no acude a nosotros cuando nos necesita; y terriblemente avergonzados si nos agradece lo que hacemos por él.

Cuando el placer y el deseo son mayores que las exigencias del deber, es reconfortante cualquier fuerza externa superior a nosotros que nos impida cumplir con nuestra obligación, y la voluptuosidad aumenta al sabernos exonerados de culpas por la impotencia.

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Con respecto a los haitianos, los intelectuales y activistas sociales dominicanos se dividen en dos: xenófobos insensibles que reclaman sus cabezas, e irresponsables de buen corazón, que confunden la cursilería con la solidaridad: dos formas diferentes de avergonzar a nuestra nación.

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La mejor manera de evitar que el odio que sentimos hacia los demás corrompa nuestro espíritu es reducir al mínimo su intensidad; así, si de manera inevitable llegara a revertirse contra nosotros, el amor será lo único que nos afecte.

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Poner en evidencia la incapacidad de nuestro adversario no supone mérito alguno. Cuando ante cada desacierto señalado ofrezcamos una solución, allí donde el mediocre solo exhibe su retórica o su condición de advertido, estaremos cerca de la grandeza.

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Hay quienes solo son capaces de sentir compasión ante las grandes tragedias, y si al terminar el día no han presenciado un genocidio, se van a la cama sin indignarse lo más mínimo ante la violencia cotidiana.

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El secreto de la felicidad consiste en reinventarse constantemente. Pero tal empresa requiere de una gran imaginación, que pocas veces se tiene; y de una gran cuota de dolor, con la que siempre hay que contar.

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Lo más sensato en esta Era del Fracaso es administrar con prudencia la mediocridad. En ella pueden estar incubadas lo mismo la indiferencia, que corrompe todo cuanto fecunda, que la violencia, que todo lo revuelve.

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Un cierto estado de insania lleva a algunas personas a convertir sus vidas en un reducto ideológico. Un error de cálculo, una premisa desacertada..., una proyección a destiempo, arruinará sus vidas para siempre.

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Solo un niño con su gran imaginación o un adulto sin un mínimo de cordura podría creer que los elefantes son capaces de volar sobre las flores. Yo les aseguro que son los canguros.

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Dado que el gasto militar actual es igual al ingreso de casi la mitad de la población mundial, lo menos que cada ciudadano coherente debería hacer es matar a alguien.

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El adulón explora de manera profunda los vicios de los demás, hasta desaparecer ante nuestros ojos como un depredador camuflado por el paisaje, con más memoria que dignidad.

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Cuando los hombres, libres del designio de los dioses, quedan al amparo de su humanidad, expuestos a la vulgaridad de su propia naturaleza, solo el vacío los habita.

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En su etapa final el desencanto suele infligirnos un dolor visceral; no existe cambio sin una cierta dosis de sufrimiento. Yo todavía espero esa herida que me mate.

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Hasta tanto asumamos los paradigmas éticos dignos de personas excelsas, la paz será una aspiración precaria, cuya superación comenzaremos a buscar en los linderos de la anarquía.

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Cuando los poetas escriben acerca de lo romántico de ir bajo la lluvia de la mano de la persona amada se olvidan de una cosa: el resfriado.

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No hay algo que humanice más la conversación de dos hipócritas próximos a nosotros que el conocimiento de la desgracia que se nos avecina e ignoramos.

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Toda norma de cortesía, como todo rito, arraiga en la creencia de que la actividad y su recuerdo tienen preeminencia sobre el natural discurrir del ánimo.

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El corazón es más sensible con la nostalgia. Por eso, si algo logra sobresaltarnos sin que medie en ello recuerdo alguno, la aniquilación será un hecho.

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Si para llegar a la madurez fuese condición sufrir el impacto de una experiencia aleccionadora, un desengaño amoroso sería el mejor de los atajos.

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Uno de los inconvenientes del suicidio es que, si se planifica con mucha antelación, uno, de tanto pensar en ello, puede terminar por enfermarse.

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Ante la falta de valor para ejercer la autocrítica uno recurre a otros para que nos mientan con más severidad: así nacen las ideologías.

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Los gobernantes carecen de tacto. Esto explica por qué nos matan de hambre sin preguntarse siquiera si uno está de humor para ello.

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Solo una vez distantes del poder al que servimos podremos saber con certeza la autenticidad de nuestro amor o nuestro odio hacia él.

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Nadie puede hacer más de cuanto le es posible. Eso que algunos llaman «ir más lejos», no es más que su propio límite.

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Todo suicidio colectivo carece de sentido; es convertir la muerte en un espectáculo cuando lo que uno busca es la intimidad total.

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Yo también podría destruir un templo y reconstruirlo en tres días, a condición de que me permitan una «versión libre».

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Pasan tanta porquería por la televisión que es un milagro que así como las paredes oyen, los televisores no escupan.

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El primer paso hacia el suicidio siempre es el más difícil, pero apenas se ha dado uno termina por acostumbrarse.

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El amor más voluptuoso es aquel en que se mezclan la vulgaridad y el recato, la delicadeza y lo impúdico.

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Con 100 billones de células bullendo en cada cerebro humano, el futuro del universo puede decidirlo un simple espasmo.

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No hay enemigo más amado que aquel que en nuestras peores crisis de autoestima nos salvó con su odio.